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Dos pequeñas figuritas de hierro forjado incrustadas en la puerta principal de la basílica nos hablan de las raíces populares de uno de los templos más apreciados por los barceloneses. Se trata de dos bastaixos, los trabajadores más humildes del puerto que transportaron sobre sus espaldas las pesadas piedras que terminarían dando forma a la basílica de Santa María del Mar de Barcelona.
Sus orígenes se remontan a la iglesia paleocristiana de Santa María de las Arenas, donde se dice que descansaba el cuerpo de la mártir Santa Eulàlia, patrona de Barcelona. Se cree que esta iglesia primitiva se levantaba sobre un anfiteatro romano, de ahí su nombre de “arenas”.
Durante el siglo XIV la Corona de Aragón vivía un momento de estabilidad social y la bonanza económica. En Barcelona el bienestar se tradujo en un notable aumento de la población, que empezaba a ocupar nuevas zonas más allá de las murallas. Vilanova del Mar –el actual barrio de La Ribera– fue uno de estos nuevos núcleos: un barrio que, debido a su cercanía a uno de los principales puertos del Mediterráneo, se encontraba volcado con el próspero comercio marítimo.
Los vecinos de Vilanova del Mar consideraban la Catedral de Barcelona como un templo que les era ajeno, perteneciente a las élites nobiliarias, motivo por el cual nació entre los habitantes el deseo de contar con un templo propio del distrito. Las autoridades eclesiásticas aprobaron el proyecto y las grandes familias del barrio respaldaron económicamente su construcción. Y, por último, fueron los propios vecinos, junto con los armadores, mercaderes y trabajadores quienes ejercieron como mano de obra en la construcción de la basílica.
El trabajo más duro recayó en los estibadores del puerto, los bastaixos, quienes trasladaron los pesados bloques de piedra desde la montaña de Montjuïc hasta La Ribera, haciendo parte del trayecto en barca y la otra parte con las rocas cargadas en los hombros.
Así, en 1329, se inició la construcción de uno de los templos más especiales del gótico catalán, cuya última piedra se puso en 1389. Entre medias, el mismo puerto que había traído la bonanza al barrio se convirtió también en la puerta de entrada de uno de los mayores desastres de la Edad Media: la peste negra. Y no sería esta la última calamidad de la que sería testimonio el templo. Sus muros han sido víctima de terremotos, atentados, guerras e incendios.
Sin embargo, tras casi 7 siglos y varias restauraciones, las esbeltas torres octogonales de la fachada principal siguen ofreciendo una acogedora bienvenida al los visitantes, quienes quedan maravillados cuando, al cruzar sus muros, el interior desvela una luz única filtrada por las numerosas vidrieras dispuestas en lo alto y ancho de sus muros.